La tormenta

La tormenta es un cuento escrito por Chiara Mancinelli e ilustrado por Daniela Calandra.
La tormenta – Daniela Calandra

La Estación del Norte de Barcelona es una estación de autobuses dotada de una gran estructura que recuerda su pasado como estación de trenes. Por un lado salen los autobuses, en medio está un puesto de la Guardia urbana y al otro lado está la entrada del gimnasio. Considerando la cercanía, es todo menos inusual que algunos confundan la entrada del polideportivo con el acceso a los andenes. Los extranjeros especialmente confían más en seguir a la gente con mochilas que en el letrero escrito en una lengua que no entienden. Ignoran deliberadamente las imágenes de la gente que corre, la flecha del papel A4 colgado en la puerta que indica la dirección del “Bus station”. Algún deportista que otro, apiadado por verles tirar de sus grandes trolleys en un pasillo que los va a llevar a la pista de patinar, les para a tiempo y en inglés o con gestos les indica la entrada correcta, un poco más allá. Esa tarde, ha pasado por lo tanto lo que había pasado ya tantas veces. Está yendo al gym, la bolsa Nike colgada del brazo derecho, los auriculares en los oídos, apurando el paso porque amenaza con caer una tormenta fuerte de un momento a otro. Está a punto de cruzar el umbral de la puerta de acceso cuando sale medio corriendo una chica. Es rubia, bonita de cara, de formas generosas. Con la respiración acelerada, le pregunta en un castellano con acento del este si es esta la entrada para la estación de autobuses. Él ha entendido la pregunta a pesar de los auriculares, pero se los saca y le explica amablemente que la entrada está allí, donde apunta con su dedo. “¿Y la taquilla para comprar billete para Rumanía?”. “A ver, sé que en la planta de arriba hay varias. Me imagino que allí los venderán”. Su explicación termina con un trueno tremendo desde el cielo. La chica se estremece tremendamente también y él, para tomarle un poco el pelo, le pregunta si tiene miedo a las tormentas. “Me buscan, tengo que irme de aquí”. Se esperaba de todo menos una respuesta así. Se queda un momento sorprendido y luego reacciona: “¿Pero quién te busca?”. “He venido aquí, me han mandado a Vilanova, pero no me gusta. No me gusta. Quiero volver”. No sabe qué decir, procesa la información rápidamente, hace suposiciones y se lanza en la respuesta que pronuncia con tono serio y espaciado para darle algo de tranquilidad. “Mira, aquí al lado está la policía. Si estás en un apuro, si quieres te acompaño”. “No, policía no. Gracias”. Da media vuelta y empieza a correr bajo la lluvia fina que ha empezado a caer. Él no sabe qué hacer y se queda expuesto al temporal el tiempo necesario para decidir que no puede obligarla a hacer nada que no quiera. Pero no puede dejar de pensar en lo ocurrido todo el rato que está dentro del gym haciendo ejercicio.

El caso es que desde el gran ventanal en forma de arco de la sala de fitness, además del campo de volley playa y del césped donde la gente toma el sol en verano, se ve un rincón de los andenes. Está corriendo en la cinta como de costumbre cuando, detrás del vidrio mojado, le parece ver la cabeza rubia de la chica. Pasea por el andén. “Bueno”, piensa, “ya sale”. No baja la mirada, la sigue paternalmente mientras sus piernas mantienen el fuerte ritmo que se ha impuesto. Pero de repente una mancha oscura alcanza por detrás la chica y parece que le agarre. “¡Ostia!”. Para en seco y se acerca al vidrio. La imagen es algo borrosa pero sí, parece que están forcejando. Pega la cara al vidrio y su respiración acelerada aumenta aún más: la está sacudiendo. “¡No, no!” grita fuerte dando golpes en el vidrio. La gente lo mira, no entiende nada, “pero qué pasa amb aquest noi?”. “¡Le está pegando!”, grita con fuerza antes de salir corriendo. ¿Quién? ¿Dónde? La gente ocupa en un segundo su puesto delante del vidrio. Alguien sugiere llamar a la policía, pero otro dice que seguro que el chico ha bajado a llamar a la guardia urbana. Pero no, la verdad que no lo ha pensado. Se ha lanzado a la carrera para detener esa mancha oscura. Corre más que en la cinta por el pasillo que le lleva fuera del gym y por todo lo largo de la estación hasta llegar al punto donde vio la cabeza rubia. Una distancia que parece infinita. El corazón se le sale por el esfuerzo y la adrenalina, pero se detiene solo cuando llega al punto donde la había visto. Pero no hay nadie contra quien lanzarse, no hay nadie que poder salvar. “¡Mierda!” y se lleva las manos a la cabeza empapada de sudor y de lluvia. “Mierda” repite de nuevo cuando gira, mira por un lado y por otro y no ve a nadie. Se acerca a una gente un poco apartada y pregunta con fuerza: “¿Han visto una chica forcejeando con un hombre?”. Son una familia china, unos chiquillos que fuman un porro, unas señoras anglosajonas algo mayores. Imita el gesto de empujar a alguien imaginario por si no han entendido sus palabras. No, nadie se ha enterado de nada. “No puede ser, no puede ser”, repite. “¡Imbécil!” dice a sí mismo en voz alta pensando que antes habría tenido que insistir en acompañar a la chica, por lo menos hasta que cogiera el autobús. Se lleva de vuelta las manos a la cabeza y se detiene un momento a pensar bajo la lluvia. Tira un respiro hondo y esta vez sí, se dirige a la policía.

Después de que le hayan tomado declaración, de haber vuelto al gym y haberse pegado una ducha, está saliendo por fin a la vuelta de casa. Ha parado de llover. Está subiendo la cuesta hacia la calle Nápols, cuando casi se choca con el carro que un hombre empuja con fuerza para superar la bajada del parking. Es un hombre mayor, no sabe si consumido por la edad o por la vida en la calle. Le mira fijamente a los ojos y le dice: “No la pudiste salvar”. “¿Cómo?”, pregunta sorprendido. “No la pudiste salvar”, repite marchándose rápido con el carro. “¿Pero lo viste? ¡Espera! ¡Tienes que testificar!”, le grita. El hombre no para y el chico le va detrás. “Se salvó sola”, añade y sigue una carcajada. “Le dio una buena patada en los huevos y salió corriendo”. Otro trueno fuerte, vuelve a llover. “Pero estará ahí fuera con el que le busca”, dice el chico. “¡Que va! Se escondió detrás de mis cartones. Este cerdo no vino a buscarla allí, sólo me miró con cara de asco”, ríe de vuelta exhibiendo unos dientes negruzcos. “Cogió el autobús a último momento, por si el tío estaba merodeando aún”. “¿Entonces está bien? ¿Se pudo ir?”, interroga de nuevo él. “Claro, hombre”, le mira extrañado y pregunta: “¿qué pensabas?”. Ríe de nuevo y sigue empujando su carro bajo la lluvia. El chico no le sigue más, da media vuelta y tira para casa. Sigue sin ser un héroe, pero se siente mejor.

Texto de Chiara Mancinelli

Ilustración de Daniela Calandra

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