
Era el 2004 y volvía a pisar el suelo de la ciudad condal junto a Sara y Kate. Una tarde fuimos a dar una vuelta por el Fnac del centro. Empezamos a mirar juntas los discos, los libros y cada tanto alguna se quedaba mirando sola algo que le gustaba mientras las demás seguían. Después de un buen rato, Sara y Kate se encuentran nuevamente y se preguntan dónde estoy. Empiezan a buscarme y finalmente me encuentran con una pila de libros que desde el ombligo me llega al mentón. “¿Qué haces con tantos libros?”, me preguntan. “Tengo que comprarlos. Son hermosos”, contesto. Tengo las pupilas dilatadas, las miro, pero solo veo libros. Voy mirando libros y más libros, repasando secciones donde ya estuve, cojo un volumen, lo miro, leo el resumen, me da la sensación de entrar en la historia, me gusta y en estado de éxtasis lo suma a la torre. Ese día compré de golpe 15 libros (uno me lo regalaron por haberme gastado lo que gasté), empezando con “Nada” de Carmen Laforet con diseño en la cubierta de Shiele. Me quedé corta de pasta y tuve que llamar a mi mamá al rescate (lo de ponerse en la Rambla haciendo malabares nos dio para una buena jarra de sangría y poco más). Nunca volví a experimentar algo así como un síndrome de Stendhal pero con los libros (prometo que en mi cuerpo no circulaba nada sospechoso). Y la verdad es que lo echo de menos.
Texto y foto de Chiara Mancinelli