La dirección correcta

La dirección correcta es un cuento de Chiara Mancinelli ilustrado por Daniela Calandra.
La dirección correcta – Daniela Calandra

Estaba sentada en el lado de la ventanilla, rodeada por otros tres asientos de color azul. Iba en la misma dirección de marcha del tren y veía desfilar rápidamente un árbol verde tras otro. Era un lindo día de invierno que regalaba un bonito cielo azul. Estaba quieta, mirando fuera, no movía más que los parpados, pero en su cabeza los pensamientos corrían a la misma velocidad del tren. Los ojos claros interrogaban el paisaje buscando respuestas: este mismo día por la mañana muy temprano había cogido otro tren en la dirección opuesta y esperaba no tener que volver así de rápido. Pero él no la quiso ver y nada más podía hacer al respecto, ya que este acto había sido también su último recurso. Estaba decidida a verle, interrogarle, porque necesitaba encontrar una lógica a lo que había pasado. Lo había planeado con tiempo: primero tenía que rendir un par de exámenes. Solucionado el compromiso académico, le habría llamado para decirle que iba a visitar a su tía y, aprovechando la ocasión, se habrían podido ver. Si él le hubiera dicho que no, no habría sacado el pasaje. En caso contrario, habría comprado el billete de ida deseando comprar la vuelta un par de días más tarde. Y así fue. Le llamó y él le dijo que sí, que le diera un toque cuando estaba a punto de llegar para que cogiera otro tren que le acercase desde su pueblo a la estación central. Lo de la tía era mentira: mejor dicho, sí que tenía un tío en la ciudad y su prima vivía con su mamá en las afueras, pero la intención no era una visita familiar. Solo que el orgullo personal intervenía también además del amor tozudo. Puso en la mochila roja el libro que estaba leyendo, otro que tenía que estudiar, las agujas y el ovillo de lana de donde había nacido la bufanda que estaba tejiendo. Esta actividad que le había enseñado su abuela la relajaba enormemente en este momento de su vida en la que la cabeza le iba a mil y no podía descansar ni siquiera de noche. Ropa limpia también, por si se quedaba a dormir. Llegado el sábado, salió temprano de casa, cogió un primer tren y luego otro porque no había directos. Procuraba mantenerse ocupada para que las horas pasasen más rápidas, pero estaba intranquila, le costaba centrarse en algo. Finalmente volverían a encontrarse.

No se veían desde noviembre: otra vez había sido la que había ido hacia él, aprovechando el autocar de los sindicalistas que iban a manifestarse en la gran ciudad. Él también estaba allí y en medio de la gente que protestaba, de los gritos reivindicativos, él había tenido el puñetero coraje de dejarla. Se quedó atónita, no se lo podía creer. Sí, era consciente que la relación podría haber sido complicada por la lejanía, ella además empezaba la carrera, pero su amor era un regalo del cielo, era especial, ninguno de los dos había vivido algo así antes. Ninguno de los dos había amado así antes. Había surgido por casualidad cuando él vino a su ciudad con unos amigos que conocían a los amigos de ella. Cuando se juntaron, se dio también la casualidad que era su decimonoveno cumpleaños y él le regaló una rosa. No se habría fijado en ese chico flaco de no haber sido por aquel gesto que no esperaba. Esos días se vieron y hablaron mucho y ella empezó a pensar que aquellos ojos castaños y aquella voz cálida la comprendían de verdad. Entendían su inquietud, sus ganas de marcharse, de ponerse a prueba. Él a cambio decía que se perdía navegando en la profundidad de sus ojos claros. Los primeros besos fueron ansiados aunque tímidos. Siguieron íntimos abrazos nocturnos y mañaneros, tiernas y eternas promesas en uno de los veranos más calurosos que Barcelona recuerde. A finales de agosto tuvieron que marcharse a las ciudades a las que pertenecían, aunque sintiesen que no eran de nadie más sino que el uno del otro. Volvieron en tren, para que la despedida se alargase lo máximo posible, para que los dos amantes no tuvieran que decirse adiós. Él era el amor de su vida, no se podía marchar así. “Mirame a los ojos y dime que no me quieres”, exigió ella. “No te quiero”, dijo él mirando al frente. “¡No! ¡Mírame a la cara y dímelo!”, insistió ella. “No te quiero”, volvió a decir hacia ella ignorando obstinadamente sus ojos claros. Después se marchó. Ella estaba cabreada a más no poder, fumaba un cigarro tras otro. Cuando el cabreo se apagó con una última colilla, dejó espacio a una infinita tristeza que no le abandonaba. Aquel sentimiento la consumía por dentro, chupando la energía de sus veinte años. No entendía como podía deshacerse aquel amor tan bonito y para poderlo entender necesitaba que él se lo explicase.

La voz mecánica anuncia su parada final: el momento ha llegado. Baja del tren y una multitud de personas la envuelve, pero ninguna es él. Decide esperar sentada en la gran escalera de la entrada de la estación. Escoge un escalón blanco y se sienta cerca de la barandilla. Es un ir y venir de gente continuo pero él sigue sin aparecer. Le llama. “No voy a venir”, dice. Intercambian unas palabras y cuelgan. Si cabe, la tristeza ahora pulsa con más fuerza aún, pero se asoma otra rival: la estupidez. Se siente estúpida por haber hecho aquel viaje, por haber creído en ese amor, por haber creído en él. Y se siente estúpida cuando escucha detrás suyo una vocecita engreída que pide permiso. Se da media vuelta y ve que es una nenita bien quien se lo ha pedido. De su mano cuelga una mamá de ojos llorosos que parece pedir disculpas con la mirada. Se levanta, coge su mochila y se dirige decidida a la taquilla a comprar el billete de vuelta.

Está sentada en el tren mirando fuera y reflexionando sobre todo aquello. Nunca había sentido semejante sentimiento para nadie, pero tiene que aceptar que él no lo comparte por una razón que desconoce. Una “no respuesta” es una forma de respuesta al fin y al cabo. Lo tiene que aceptar, aunque no fuese el tipo de contestación que deseaba, es la confirmación que necesitaba para seguir adelante. Porque lo que necesita es eso, seguir. Los ojos claros miran hacia fuera de la ventanilla: el mundo está allí, hermoso, pase lo que pase. Respira hondo, cierra por un momento los ojos y los vuelve abrir en dirección del cielo. Sin querer los labios dibujan una ligera sonrisa. “Estás en la dirección correcta”. “¿Perdón?”, se gira y se da cuenta que tiene un viejito sentado en frente. “Para mirar hacia fuera, digo”, contesta el hombre. “Estás en la dirección correcta. No te mareas y además ves el futuro”. Ríe y explica: “los arboles, las casitas, las estaciones que vendrán. Yo soy viejo”, dice encogiendo los hombros. Indica con el dedo los árboles que vio pasar hace apenas unos segundos: “veo el pasado. Tú, el futuro”, concluye girando el dedo en la dirección opuesta. Ella sonríe a aquel hombre sabio.

Texto de Chiara Mancinelli

Ilustración de Daniela Calandra

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